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-Por Roberto Malestar
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-Por Roberto Malestar
Para algunas personas, la U.C.I. no es más que el acrónimo hospitalario de la Unidad de Cuidados Intensivos; para otras, en cambio, el dramático lugar —no siempre necesariamente trágico— en el que los goteros de ultimidades, monótonos e impertérritos, acompasan friamente los segundos, minutos y horas de la vida del ser querido: aquél sobre cuya postración inconsciente alquitara el destino su próxima sentencia.
Uno de los signos de la aceleración desquiciada de los tiempos, del desvivir del actual vivir, es el uso indiscriminado y, sobre todo, destemplado de acrónimos, las mayor parte de las veces, sin otro principio ni fin que el de permitir escaquearse, vulgar y pusilánimemente, a quienes de ellos abusan exhibiendo territorio y pedigrí profesional. Pero ante la posibilidad efectiva de un desenlace indeseado para el ser querido postrado en una unidad de cuidados intensivos, la febril aceleración de los tiempos se encoge sobre sí misma: cruje primero y se detiene después, como el mecanismo del más perfecto y reluciente reloj enmohecido de repente por todos los óxidos del universo.
Todo el frío de las agonías de adentro invade, en las U.C.I., sus antesalas de afuera, en las que lo único templado es el café de las máquinas expendedoras, donde, por apenas un euro, pueden los deudos próximos comprar el calor que tan cruelmente les niegan algunos eviscerados indolentes del Sistema.
Sobre la agonía de un hombre ilustre, José Ortega y Gasset nos dejó sugerentes páginas escritas en 1925, no por breves menos memorables, que él mismo dio en titular: «Unas gotas de fenomenología», y cuyo primer párrafo comienza con aquello de …: