-
-Por Roberto Malestar
(Véase: «Respondiendo a cinco párrafos en torno a mis jenízaros»
EN TORNO A LA HISTORIA DICTADA POR DECRETO
Seguir leyendo...
-Por Roberto Malestar
(Véase: «Respondiendo a cinco párrafos en torno a mis jenízaros»
EN TORNO A LA HISTORIA DICTADA POR DECRETO
Si todos sabemos que errar es de humanos —lo mismo que de sabios reconocerlo— no es menos cierto que este saber, por lo general, resulta cosa sabida y como de establecida tópica: en efecto, “algo que se sabe”, parejamente a como podemos saber, por ejemplo, que la fábrica de féretros más productiva del Estado es la carretera. Este como saber sobre un determinado peligro cuasimortal, o efectivamente mortal, resulta, así, un saber indeterminado, de vagas calidades morales e incapaz, por ello, del menor fruto pedagógico.
En cierto modo, se trata de un paradoxal saber ignorante; no de un saber socrático —sabedor, en cambio, de lo mucho que ignora—, o protocientífico —insatisfecho de cuanto sabe—, sino de un saber sumido en la inconsciencia; un saber en el que lo que se sabe, acaso por sabido demasiadas veces, no se sabe bien, se sabe deficientemente o, en rigor, apenas logra saberse.
Cuando erramos ignoramos, y alguien dijo que en el error no es posible vivir. Pero también se ha dicho, con antelación en el tiempo y sólo aparente contradicción, que, por otra parte, sin él —sin el erróneo conjunto de los falsos juicios— tampoco la vida resulta vividera, pues que la necesidad del error, constitutiva de la necesidad misma de superar lo actual, inexorablemente se impone, sobre todo, en los ámbitos del apriori científico. Convendría por ello una máxima vigilia, una mayor consciencia sobre el error conocido, precisamente para, aún sin conocerlo del todo, conocerlo mejor, evitando de esta suerte su definitivo confinamiento en el reino de las realidades muertas. Se entiende de intentarlo: por el olvido del error comienza su fatal resurrección.
No se puede vivir en el error, en efecto, pero, tampoco, se puede prescindir de él; sobre todo, cuando emergiendo del recíproco pasado se encara a nosotros con la magnitud colectiva de la Guerra Civil Española: un error necesario —como todo lo irrevocablemente acontecido—, cuyo espesor fáctico sobrepasa con mucho los límites del consabido y convencional trienio.